viernes, 12 de noviembre de 2010

Caballeros en Flamante Armadura

Consecuencias Psicológicas de la Guerra

Para el soldado no queda más que marchar hacia adelante, para el soldado no queda más que hacer lo que le es ordenado, para el soldado no queda más que matar en defensa de la vida propia. Mirará debajo de cada piedra y detrás de cada esquina, buscando al peligro que no duerme, oculto entre las sombras. Pues el soldado llega a olvidar que es hombre; el soldado es solamente guerra con ecos lejanos que le recuerdan épocas ahora inalcanzables, donde no sentía el frío, el miedo ni la culpa. El soldado no se distingue del género humano en su condición de ser mortal, de existencia finita; sin embargo, el soldado que sobrevive está destinado a morir en vida, pues –así como otros viven de ellos- él muere de los recuerdos, los rencores, la conciencia siempre inquieta. Es hasta muy entrada la noche que logra conciliar el sueño, perseguido por fantasmas, figuras de humo sobre lo que hizo y dejó de hacer, sobre los fracasos que toma como suyos. Es terrible haber sobrevivido cuando aquel que lo merecía no lo hizo; y en su mente no deja de rondar la pregunta: “¿por qué?” “¿Por qué?”
​Pero al soldado no le son dadas explicaciones. Él sigue órdenes y sigue al instinto sediento y asesino que dormita dentro de nosotros. Pues es cierto que ha llegado a ir más allá de una orden; a infringir las normas para alcanzar un sadismo excesivo, insaciable. Es entonces que descubre al monstruo que todos llevamos adentro, nuestra hambre destructora, consumista, que construye para poder verlo todo arder. Se han acabado los días de guerras heroicas y románticas, de caballeros en flamante armadura cabalgando en pos del sol desfalleciente. Hoy sabemos que la guerra es muerte; el retorno a la barbarie, la negación de los principios sobre los que creemos cimentada la sociedad moderna. El soldado, valiente asesino, lo sabe también, o cae en cuenta de ello tarde o temprano. Sin embargo, marcha hacia el frente, con la cabeza y el fusil en alto. Ya regresará en una blanca tumba, tapizado en condecoraciones, o en algún punto entre las dos. Pero se ha encontrado con sus más bajos instintos; sabe ahora de lo que es capaz, de lo que la humanidad es capaz. Y siente miedo. Y siente desilusión. Y siente desesperanza ante esta maldad abrumadora, sofocante.
​Cae en cuenta de que está solo, aislado, conteniendo a la bestia que cree incontrolable. Somos hombres, somos guerra, somos vida, somos muerte.

Afectuosamente,
Salvador Escalante.

martes, 2 de noviembre de 2010

Las Electrónicas Páginas Recuperadas en
El Extraño Día en que una Aeronave Bombardera fue Hallada entre los Escombros de la Casa de su Propio Piloto.
Primera Página
Día 65, miércoles
Es día de Martini. De fresa preferentemente. Martini y cabaret, eso es un miércoles. Pero estoy atrapado en esta corcholata de latón y propulsión a chorro. Los botones no dejan de sonar, no puedo concentrarme; todo el tiempo parpadean luces, estoy harto de ellas, sobre todo de las blancas que se reflejan desde la ciudad, como láseres dirigidos a la retina dos veces al día, cuando la noche comienza y cuando está por concluir, durante una o dos horas, perforando incluso mis párpados cerrados. ¡Maldito insomnio, maldita jaqueca, maldita burocracia que me tiene apostado aquí en miércoles por la mañana! Declaran la guerra, declaren la paz; me es igual, pero, demonio, ¡mándenme a mi casa! Debo partir, estamos llegando al punto de reunión, nos cuentan como vacas de rebaño cada dos o tres días, no confían en los dispositivos rastreadores que instalaron en las naves; cualquiera puede burlar uno de esos. Pero no les importa, son baratos; sombras voladoras, no somos tan importantes.

lunes, 11 de octubre de 2010

Hojas en Otoño... Hacia el Comienzo

Miramos el árbol, meciéndose con el viento. Sus hojas se desprendían como serpentinas de humo. El páramo estaba desierto, así que dejamos de correr, exhaustos.
                Habían pasado tres minutos.
                El ruido se volvió insoportable. Primero uno, luego otro, luego todos volvimos a correr; quizá no debimos de haberlo hecho. Corrimos sin mirar atrás, como si el suelo se fuese derrumbando a cada paso que dábamos.
                Habían pasado siete minutos y solamente el árbol continuaba a la vista; el árbol y los gritos que perforaban la noche y el día y todo lo que existía. Seguíamos corriendo, aunque no hubiera nada ni nadie por qué huir. Huíamos de nuestras sombras, adheridas a nosotros, aplastándonos mutuamente a cada paso.
                Trece minutos.
                Frente a nosotros, había un extraño conocido, el mismo que se repetía en cada rostro, en cada gesto. Nos miramos y lo vimos desplomarse, muerto por el puñal del tiempo.
                Dejamos de correr: nunca sería suficiente. El árbol seguía deshebrándose, el único centinela solitario de aquella fortaleza de ruinas y nieve.
                Diecisiete minutos.
                Una mujer se acercó a mí y vi que ya no éramos nosotros; estaba solo. Quizá siempre lo estuve, acechado por los fantasmas de mi miedo. No sé a qué olería ella, quizá a lo que todo en aquel lugar: a añoranza de lo que había olvidado. Sonrió, reconociéndome, y me extendió su mano.
                –Ven –me dijo.
                También extendí mi mano, casi tocando la suya; pero comenzó a soplar el viento, y dudé. El páramo se derrumbó a cachos. Por un instante, sólo quedamos nosotros –ella, yo y el árbol–, desmoronándonos todos como hojas en otoño.
                Veintiún minutos.
                La mujer me sonrió. Recordé quién era.