lunes, 11 de octubre de 2010

Hojas en Otoño... Hacia el Comienzo

Miramos el árbol, meciéndose con el viento. Sus hojas se desprendían como serpentinas de humo. El páramo estaba desierto, así que dejamos de correr, exhaustos.
                Habían pasado tres minutos.
                El ruido se volvió insoportable. Primero uno, luego otro, luego todos volvimos a correr; quizá no debimos de haberlo hecho. Corrimos sin mirar atrás, como si el suelo se fuese derrumbando a cada paso que dábamos.
                Habían pasado siete minutos y solamente el árbol continuaba a la vista; el árbol y los gritos que perforaban la noche y el día y todo lo que existía. Seguíamos corriendo, aunque no hubiera nada ni nadie por qué huir. Huíamos de nuestras sombras, adheridas a nosotros, aplastándonos mutuamente a cada paso.
                Trece minutos.
                Frente a nosotros, había un extraño conocido, el mismo que se repetía en cada rostro, en cada gesto. Nos miramos y lo vimos desplomarse, muerto por el puñal del tiempo.
                Dejamos de correr: nunca sería suficiente. El árbol seguía deshebrándose, el único centinela solitario de aquella fortaleza de ruinas y nieve.
                Diecisiete minutos.
                Una mujer se acercó a mí y vi que ya no éramos nosotros; estaba solo. Quizá siempre lo estuve, acechado por los fantasmas de mi miedo. No sé a qué olería ella, quizá a lo que todo en aquel lugar: a añoranza de lo que había olvidado. Sonrió, reconociéndome, y me extendió su mano.
                –Ven –me dijo.
                También extendí mi mano, casi tocando la suya; pero comenzó a soplar el viento, y dudé. El páramo se derrumbó a cachos. Por un instante, sólo quedamos nosotros –ella, yo y el árbol–, desmoronándonos todos como hojas en otoño.
                Veintiún minutos.
                La mujer me sonrió. Recordé quién era.